Lucas 5, 1-11 + V Domingo durante el año(C) + Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Lucas 5, 1-11
En una oportunidad, la multitud se amontonaba alrededor de Jesús para escuchar la Palabra de Dios, y Él estaba de pie a la orilla del lago de Genesaret. Desde allí vio dos barcas junto a la orilla del lago; los pescadores habían bajado y estaban limpiando las redes. Jesús subió a una de las barcas, que era de Simón, y le pidió que se apartara un poco de la orilla; después se sentó, y enseñaba a la multitud desde la barca. Cuando terminó de hablar, dijo a Simón: «Navega mar adentro, y echen las redes».
Simón le respondió: «Maestro, hemos trabajado la noche entera y no hemos sacado nada, pero si tú lo dices, echaré las redes». Así lo hicieron, y sacaron tal cantidad de peces, que las redes estaban a punto de romperse. Entonces hicieron señas a los compañeros de la otra barca para que fueran a ayudarlos. Ellos acudieron, y llenaron tanto las dos barcas, que casi se hundían.
Al ver esto, Simón Pedro se echó a los pies de Jesús y le dijo: «Aléjate de mí, Señor, porque soy un pecador». El temor se había apoderado de él y de los que lo acompañaban, por la cantidad de peces que habían recogido; y lo mismo les pasaba a Santiago y a Juan, hijos de Zebedeo, compañeros de Simón. Pero Jesús dijo a Simón: «No temas, de ahora en adelante serás pescador de hombres».
Ellos atracaron las barcas a la orilla y, abandonándolo todo, lo siguieron.
Palabra del Señor.
En una oportunidad, la multitud se amontonaba alrededor de Jesús para escuchar la Palabra de Dios, y Él estaba de pie a la orilla del lago de Genesaret. Desde allí vio dos barcas junto a la orilla del lago; los pescadores habían bajado y estaban limpiando las redes. Jesús subió a una de las barcas, que era de Simón, y le pidió que se apartara un poco de la orilla; después se sentó, y enseñaba a la multitud desde la barca. Cuando terminó de hablar, dijo a Simón: «Navega mar adentro, y echen las redes».
Simón le respondió: «Maestro, hemos trabajado la noche entera y no hemos sacado nada, pero si tú lo dices, echaré las redes». Así lo hicieron, y sacaron tal cantidad de peces, que las redes estaban a punto de romperse. Entonces hicieron señas a los compañeros de la otra barca para que fueran a ayudarlos. Ellos acudieron, y llenaron tanto las dos barcas, que casi se hundían.
Al ver esto, Simón Pedro se echó a los pies de Jesús y le dijo: «Aléjate de mí, Señor, porque soy un pecador». El temor se había apoderado de él y de los que lo acompañaban, por la cantidad de peces que habían recogido; y lo mismo les pasaba a Santiago y a Juan, hijos de Zebedeo, compañeros de Simón. Pero Jesús dijo a Simón: «No temas, de ahora en adelante serás pescador de hombres».
Ellos atracaron las barcas a la orilla y, abandonándolo todo, lo siguieron.
Palabra del Señor.
Comentario a Lucas 5, 1-11:
En este domingo, en el que seguramente, como siempre, tenemos un poco más de tiempo para leer, para escuchar la Palabra de Dios, para estar con nuestra familia, te aconsejo, me aconsejo volver a leer o a escuchar el Evangelio de Lucas que acabamos de escuchar, valga la redundancia, y también la primera lectura y la segunda de este día, porque de alguna manera todo el conjunto de estas lecturas nos ayudan a comprender qué es lo que hoy la Iglesia nos quiere enseñar.
Una figura importante de hoy es Pedro, que vemos cómo hoy se arroja a los pies de Jesús, después de experimentar y ver lo que significó confiar en su palabra, en la palabra de Jesús, confiar en que, si él tiraba las redes a donde Jesús le decía, aunque anteriormente no había pescado nada y él sabía, finalmente algo podía salir. De golpe, como decimos, esa experiencia tan profunda lo hace reconocerse pecador, débil, miserable, reconocerse una pobre criatura. Y por eso Pedro se arroja a los pies de Jesús, le pide que se aleje de él porque se siente un pecador: «Aléjate de mí, porque soy un pecador» –le dice, desde el fondo de su corazón–. Se siente nada ante lo que acababa de ver y experimentar, ante la grandeza del poder de Jesús.
Es lindo imaginarse esta escena, hacé el esfuerzo: la gente agolpándose alrededor de Jesús para escuchar la Palabra de Dios; él invitando a Pedro a confiar, a ir mar adentro (esta imagen tan linda), y, finalmente, Pedro y sus discípulos que terminan dejándolo todo y siguen a Jesús. También le pasó a Isaías, como dice en la primera lectura de hoy: «¡Ay de mí! Estoy perdido porque soy un hombre de labios impuros». También le pasa al apóstol san Pablo: «Por la gracia de Dios – dice Pablo – soy lo que soy». «Soy como un fruto de un aborto», llega a decir incluso. Tan duro, pero tan real. Él sentía que sin Jesús no era nada, que sin Jesús no hubiese sido nada y, además, sentía que, en algún momento, por ahí se había creído algo, se había enorgullecido de sí mismo y ahora descubre que en realidad fue, es y será «algo» solo porque el Señor lo eligió. Ese es el camino de nuestra vida cristiana: ir descubriendo que somos lo que somos porque fuimos «elegidos», no por mérito nuestro. Y lo que para nosotros muchas veces es un «problema», o sea, reconocer nuestra frágil humanidad, débil y pecadora, para estos hombres de la liturgia de hoy fue motivo, de alguna manera, de orgullo.
Todos los santos vivieron esta experiencia, la de estar cerca de Jesús, la de reconocer su presencia, pero, al mismo tiempo, también esto los hizo reconocerse verdaderamente débiles y pecadores, verdaderamente «salvados por la gracia de Dios». Pero este reconocimiento nunca los llevó a despreciarse, a mirarse «feo» a sí mismos, sino que a algo mucho mejor: los llevó a «mirar» a Jesús. Esa es la experiencia del que se arroja a sus pies, pero termina levantando la cabeza y mirándolo porque, cuando Jesús mira, ya nos dice algo. Cuando Jesús mira, tarde o temprano, nos termina «llamando», porque su mirada es de amor y ternura ante el pecado.
No escuchamos en Algo del Evangelio de hoy en ningún momento que Jesús les diga «síganme», sino simplemente es esa experiencia de grandeza que tiene Pedro, y también esa experiencia de pequeñez de sí mismo, la que lo hace terminar abandonándolo todo. O también las palabras de Jesús: «No temas, no temas Pedro, desde ahora serás pescador de hombres». Les marcó un nuevo camino. ¡No temas! No temamos ni vos ni yo, no temamos nuestro pasado, nuestro pecado, nuestra debilidad. No temamos lo que vendrá. Ninguno de nosotros tiene que temer, porque es Jesús quien nos mira y nos llama. Es Jesús el que con su mirada nos atrapa. Es Él el que invita, y no el que desprecia, el que no nos grita, el que no nos impone. Solo el que se deja mirar por Jesús, deja de temer. Solo el que se deja mirar por Jesús, empieza un camino nuevo.
Serás pescador de hombres, seremos pescadores de hombres si nos dejamos llamar por Él, el que confíe en su Palabra, en su amor, empezará un nuevo camino.
En este domingo, en el que seguramente, como siempre, tenemos un poco más de tiempo para leer, para escuchar la Palabra de Dios, para estar con nuestra familia, te aconsejo, me aconsejo volver a leer o a escuchar el Evangelio de Lucas que acabamos de escuchar, valga la redundancia, y también la primera lectura y la segunda de este día, porque de alguna manera todo el conjunto de estas lecturas nos ayudan a comprender qué es lo que hoy la Iglesia nos quiere enseñar.
Una figura importante de hoy es Pedro, que vemos cómo hoy se arroja a los pies de Jesús, después de experimentar y ver lo que significó confiar en su palabra, en la palabra de Jesús, confiar en que, si él tiraba las redes a donde Jesús le decía, aunque anteriormente no había pescado nada y él sabía, finalmente algo podía salir. De golpe, como decimos, esa experiencia tan profunda lo hace reconocerse pecador, débil, miserable, reconocerse una pobre criatura. Y por eso Pedro se arroja a los pies de Jesús, le pide que se aleje de él porque se siente un pecador: «Aléjate de mí, porque soy un pecador» –le dice, desde el fondo de su corazón–. Se siente nada ante lo que acababa de ver y experimentar, ante la grandeza del poder de Jesús.
Es lindo imaginarse esta escena, hacé el esfuerzo: la gente agolpándose alrededor de Jesús para escuchar la Palabra de Dios; él invitando a Pedro a confiar, a ir mar adentro (esta imagen tan linda), y, finalmente, Pedro y sus discípulos que terminan dejándolo todo y siguen a Jesús. También le pasó a Isaías, como dice en la primera lectura de hoy: «¡Ay de mí! Estoy perdido porque soy un hombre de labios impuros». También le pasa al apóstol san Pablo: «Por la gracia de Dios – dice Pablo – soy lo que soy». «Soy como un fruto de un aborto», llega a decir incluso. Tan duro, pero tan real. Él sentía que sin Jesús no era nada, que sin Jesús no hubiese sido nada y, además, sentía que, en algún momento, por ahí se había creído algo, se había enorgullecido de sí mismo y ahora descubre que en realidad fue, es y será «algo» solo porque el Señor lo eligió. Ese es el camino de nuestra vida cristiana: ir descubriendo que somos lo que somos porque fuimos «elegidos», no por mérito nuestro. Y lo que para nosotros muchas veces es un «problema», o sea, reconocer nuestra frágil humanidad, débil y pecadora, para estos hombres de la liturgia de hoy fue motivo, de alguna manera, de orgullo.
Todos los santos vivieron esta experiencia, la de estar cerca de Jesús, la de reconocer su presencia, pero, al mismo tiempo, también esto los hizo reconocerse verdaderamente débiles y pecadores, verdaderamente «salvados por la gracia de Dios». Pero este reconocimiento nunca los llevó a despreciarse, a mirarse «feo» a sí mismos, sino que a algo mucho mejor: los llevó a «mirar» a Jesús. Esa es la experiencia del que se arroja a sus pies, pero termina levantando la cabeza y mirándolo porque, cuando Jesús mira, ya nos dice algo. Cuando Jesús mira, tarde o temprano, nos termina «llamando», porque su mirada es de amor y ternura ante el pecado.
No escuchamos en Algo del Evangelio de hoy en ningún momento que Jesús les diga «síganme», sino simplemente es esa experiencia de grandeza que tiene Pedro, y también esa experiencia de pequeñez de sí mismo, la que lo hace terminar abandonándolo todo. O también las palabras de Jesús: «No temas, no temas Pedro, desde ahora serás pescador de hombres». Les marcó un nuevo camino. ¡No temas! No temamos ni vos ni yo, no temamos nuestro pasado, nuestro pecado, nuestra debilidad. No temamos lo que vendrá. Ninguno de nosotros tiene que temer, porque es Jesús quien nos mira y nos llama. Es Jesús el que con su mirada nos atrapa. Es Él el que invita, y no el que desprecia, el que no nos grita, el que no nos impone. Solo el que se deja mirar por Jesús, deja de temer. Solo el que se deja mirar por Jesús, empieza un camino nuevo.
Serás pescador de hombres, seremos pescadores de hombres si nos dejamos llamar por Él, el que confíe en su Palabra, en su amor, empezará un nuevo camino.
Ojalá que hoy tengamos un buen domingo, que podamos vivirlo en familia y que nos dejemos mirar por Jesús y dejar que nos diga al corazón: «No temas, de ahora en adelante serás pescador de hombres». Ojalá que hoy también experimentemos lo lindo que es ser pescador de hombres, lo lindo que es transformarnos en evangelizadores y llamar a otros a esta gran aventura.
Todo cristiano debe experimentar esto: la linda sensación de sentirse un poco indigno pero, al mismo tiempo, mucho más grande, muy agraciado, muy tenido en cuenta, muy amado, muy salvado.
Eso es lo que hace Jesús con nosotros, nos saca de nuestra indignidad, nos saca de nuestra miseria para transformarnos en dignos ayudantes de su amor. Dignos pescadores de hombres.
www.algodelevangelio.org
algodelevangelio@gmail.com
p. Rodrigo Aguilar
Todo cristiano debe experimentar esto: la linda sensación de sentirse un poco indigno pero, al mismo tiempo, mucho más grande, muy agraciado, muy tenido en cuenta, muy amado, muy salvado.
Eso es lo que hace Jesús con nosotros, nos saca de nuestra indignidad, nos saca de nuestra miseria para transformarnos en dignos ayudantes de su amor. Dignos pescadores de hombres.
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p. Rodrigo Aguilar
Lunes 10 de febrero + V Lunes durante el año + Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Marcos 6, 53-56
Después de atravesar el lago, llegaron a Genesaret y atracaron allí.
Apenas desembarcaron, la gente reconoció en seguida a Jesús, y comenzaron a recorrer toda la región para llevar en camilla a los enfermos, hasta el lugar donde sabían que él estaba. En todas partes donde entraba, pueblos, ciudades y poblados, ponían a los enfermos en las plazas y le rogaban que los dejara tocar tan sólo los flecos de su manto, y los que lo tocaban quedaban curados.
Palabra del Señor.
Después de atravesar el lago, llegaron a Genesaret y atracaron allí.
Apenas desembarcaron, la gente reconoció en seguida a Jesús, y comenzaron a recorrer toda la región para llevar en camilla a los enfermos, hasta el lugar donde sabían que él estaba. En todas partes donde entraba, pueblos, ciudades y poblados, ponían a los enfermos en las plazas y le rogaban que los dejara tocar tan sólo los flecos de su manto, y los que lo tocaban quedaban curados.
Palabra del Señor.
Comentario a Marcos 6, 53-56:
Vamos a continuar en esta semana reflexionando sobre esta imagen del camino, ¿te acordás que la semana pasada empezamos a reflexionar, a pensar un poco, a comparar esta imagen del camino con nuestra vida de fe?; de hecho, a los primeros cristianos se los llamaba «seguidores del Camino».
Cuando comenzamos siempre un camino, cuando emprendemos un viaje, en donde implica un esfuerzo en general, así como pasa con la vida de la fe, todo comienza bien, todo comienza con entusiasmo. Y es lindo que así sea, porque tenemos el corazón puesto en la meta, en nuestros deseos de llegar y en todo lo que vamos a experimentar a lo largo del camino. Todo al comienzo nos resulta fácil, no pensamos en las dificultades, no pensamos ni siquiera en los dolores del cuerpo, andamos incluso con la cabeza bien alta, mirando, observando todo. ¿No te pasó alguna vez? Bueno, es lindo que así sea y es lógico que así sea. Y así también pasa en nuestra vida cristiana. Después de una conversión o cuando descubrimos verdaderamente a Jesús, todo comienza sobre ruedas, como se dice, sobre patines. No nos cuesta la oración, no nos cuesta la participación en los sacramentos, todo se nos hace cuesta abajo. La gracia de Dios nos acompaña mucho y todo se nos hace más fácil.
Pero vamos a Algo del Evangelio de hoy, donde podemos descubrir a Jesús como médico, ayudando también, simbólicamente, a formar como hospitales por donde pasaba; en realidad, era la gente la que sin querer y por el gran deseo de ser sanados, transformaban el entorno de Jesús –las ciudades, los pueblos, las plazas– en hospitales. Porque eso hace él con nosotros, esa es una de las grandes tareas y misiones de nuestro Salvador: sanarnos, sanarnos principalmente del pecado que va carcomiendo nuestro corazón y nos va aislando de los demás. Porque la mayor consecuencia del pecado en nuestro corazón es el egoísmo, el excesivo amor propio que nos aísla de los otros y no nos permite crear relaciones sanas de amor que nos hagan vivir plenamente. En el fondo, nos invita el pecado a caminar solos, pensando que podemos.
Y por eso también para nosotros él es como el médico del alma. Del mismo modo que el sacerdocio cristiano y la Iglesia son de alguna manera ese ejercicio continuo de la sanación que Jesús vino a traer al mundo, incluso en el Evangelio de ayer veíamos como la gente se agolpaba para escuchar la Palabra de Dios, y hoy vemos como la gente se agolpa para ser sanada.
Algo del Evangelio de hoy, en muy pocas palabras, nos da una pincelada de lo que generaba la presencia de Jesús, de lo que se había extendido su fama por todos lados, del deseo insaciable que tenía la gente de estar con él por lo que hacía, por sus curaciones, por los exorcismos; y un poco menos, por sus palabras, por lo que decía. Siempre es más atrayente saber que alguien puede sanarnos de nuestros males físicos, que de nuestros males espirituales, morales, que muchas veces ni sabemos reconocer.
Te presento una suposición: si hoy te dijeran que en la plaza de tu ciudad, de tu barrio, en la plaza más cercana en donde vivís, va a estar alguien que cura y sana enfermos con solo tocarlos… ¿qué harías?, ¿qué haríamos? Me imagino que, si estás enfermo, irías corriendo o le pedirías a alguien que te lleve. Me imagino que, si no estás experimentando ningún sufrimiento en tu cuerpo, en una de esas te acercarías por curioso, porque por ahí no creerías mucho y ni te daría ganas de ir. Y si te digo que hoy en la plaza de tu barrio hay alguien que va a hablar a la multitud para dar un mensaje de paz, de cambio personal, de amor, palabras que cambiarán tu vida… ¿qué harías?, ¿qué haríamos? Bueno, algo así pasaba con Jesús. Sus curaciones atraían multitudes. Sus palabras generaban admiración, pero no siempre tanta adhesión. Lo mismo pasa hoy. Ante lo extraordinario, es fácil generar convocatoria, se llena fácil; sin embargo, ante lo cotidiano, ante palabras que lo que nos piden es un cambio de vida, un esfuerzo personal, no todos se entusiasman tanto.
Vamos a continuar en esta semana reflexionando sobre esta imagen del camino, ¿te acordás que la semana pasada empezamos a reflexionar, a pensar un poco, a comparar esta imagen del camino con nuestra vida de fe?; de hecho, a los primeros cristianos se los llamaba «seguidores del Camino».
Cuando comenzamos siempre un camino, cuando emprendemos un viaje, en donde implica un esfuerzo en general, así como pasa con la vida de la fe, todo comienza bien, todo comienza con entusiasmo. Y es lindo que así sea, porque tenemos el corazón puesto en la meta, en nuestros deseos de llegar y en todo lo que vamos a experimentar a lo largo del camino. Todo al comienzo nos resulta fácil, no pensamos en las dificultades, no pensamos ni siquiera en los dolores del cuerpo, andamos incluso con la cabeza bien alta, mirando, observando todo. ¿No te pasó alguna vez? Bueno, es lindo que así sea y es lógico que así sea. Y así también pasa en nuestra vida cristiana. Después de una conversión o cuando descubrimos verdaderamente a Jesús, todo comienza sobre ruedas, como se dice, sobre patines. No nos cuesta la oración, no nos cuesta la participación en los sacramentos, todo se nos hace cuesta abajo. La gracia de Dios nos acompaña mucho y todo se nos hace más fácil.
Pero vamos a Algo del Evangelio de hoy, donde podemos descubrir a Jesús como médico, ayudando también, simbólicamente, a formar como hospitales por donde pasaba; en realidad, era la gente la que sin querer y por el gran deseo de ser sanados, transformaban el entorno de Jesús –las ciudades, los pueblos, las plazas– en hospitales. Porque eso hace él con nosotros, esa es una de las grandes tareas y misiones de nuestro Salvador: sanarnos, sanarnos principalmente del pecado que va carcomiendo nuestro corazón y nos va aislando de los demás. Porque la mayor consecuencia del pecado en nuestro corazón es el egoísmo, el excesivo amor propio que nos aísla de los otros y no nos permite crear relaciones sanas de amor que nos hagan vivir plenamente. En el fondo, nos invita el pecado a caminar solos, pensando que podemos.
Y por eso también para nosotros él es como el médico del alma. Del mismo modo que el sacerdocio cristiano y la Iglesia son de alguna manera ese ejercicio continuo de la sanación que Jesús vino a traer al mundo, incluso en el Evangelio de ayer veíamos como la gente se agolpaba para escuchar la Palabra de Dios, y hoy vemos como la gente se agolpa para ser sanada.
Algo del Evangelio de hoy, en muy pocas palabras, nos da una pincelada de lo que generaba la presencia de Jesús, de lo que se había extendido su fama por todos lados, del deseo insaciable que tenía la gente de estar con él por lo que hacía, por sus curaciones, por los exorcismos; y un poco menos, por sus palabras, por lo que decía. Siempre es más atrayente saber que alguien puede sanarnos de nuestros males físicos, que de nuestros males espirituales, morales, que muchas veces ni sabemos reconocer.
Te presento una suposición: si hoy te dijeran que en la plaza de tu ciudad, de tu barrio, en la plaza más cercana en donde vivís, va a estar alguien que cura y sana enfermos con solo tocarlos… ¿qué harías?, ¿qué haríamos? Me imagino que, si estás enfermo, irías corriendo o le pedirías a alguien que te lleve. Me imagino que, si no estás experimentando ningún sufrimiento en tu cuerpo, en una de esas te acercarías por curioso, porque por ahí no creerías mucho y ni te daría ganas de ir. Y si te digo que hoy en la plaza de tu barrio hay alguien que va a hablar a la multitud para dar un mensaje de paz, de cambio personal, de amor, palabras que cambiarán tu vida… ¿qué harías?, ¿qué haríamos? Bueno, algo así pasaba con Jesús. Sus curaciones atraían multitudes. Sus palabras generaban admiración, pero no siempre tanta adhesión. Lo mismo pasa hoy. Ante lo extraordinario, es fácil generar convocatoria, se llena fácil; sin embargo, ante lo cotidiano, ante palabras que lo que nos piden es un cambio de vida, un esfuerzo personal, no todos se entusiasman tanto.
Por eso, hoy podríamos hacernos varias preguntas: ¿qué es lo que en definitiva le interesa, le interesaba a Jesús? Por supuesto que no hay una única respuesta, como siempre. Por un lado, obviamente que Jesús se compadeció del dolor humano y salió para aliviarlo, y, de hecho, el Evangelio muestra que así lo hizo. Pero, por otro lado, hay un dato que es imposible de ocultar, y si no lo decimos, ocultamos parte de la verdad o la distorsionamos. ¿Qué dato? En realidad, te dejo más preguntas. ¿Por qué Jesús no terminó con todo el sufrimiento humano, por qué no lo eliminó? ¿Por qué no demostró todo su poder y sanó a todos, o bien no recorrió todo el mundo para sanar a todos? ¿Por qué hoy Jesús no sana a todos los que sufren y a los que se acercan a él? ¿No tiene tanto poder o prefiere otra cosa? ¿Le gusta vernos sufrir? ¿Le da lo mismo? ¿Quiere que algunos se curen y otros no? La gran pregunta de fondo y que todos nos hicimos alguna vez o nos haremos alguna vez es… ¿por qué Dios permite el sufrimiento?
www.algodelevangelio.org
algodelevangelio@gmail.com
p. Rodrigo Aguilar
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Martes 11 de febrero + V Martes durante el año + Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Marcos 7, 1-13
Los fariseos con algunos escribas llegados de Jerusalén se acercaron a Jesús, y vieron que algunos de sus discípulos comían con las manos impuras, es decir, sin lavar. Los fariseos, en efecto, y los judíos en general, no comen sin lavarse antes cuidadosamente las manos, siguiendo la tradición de sus antepasados; y al volver del mercado, no comen sin hacer primero las abluciones. Además, hay muchas otras prácticas, a las que están aferrados por tradición, como el lavado de los vasos, de las jarras y de la vajilla de bronce.
Entonces los fariseos y los escribas preguntaron a Jesús: «¿Por qué tus discípulos no proceden de acuerdo con la tradición de nuestros antepasados, sino que comen con las manos impuras?»
El les respondió: «¡Hipócritas! Bien profetizó de ustedes Isaías, en el pasaje de la Escritura que dice: Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. En vano me rinde culto: las doctrinas que enseñan no son sino preceptos humanos. Ustedes dejan de lado el mandamiento de Dios, por seguir la tradición de los hombres.»
Y les decía: «Por mantenerse fieles a su tradición, ustedes descartan tranquilamente el mandamiento de Dios. Porque Moisés dijo: Honra a tu padre y a tu madre, y además: El que maldice a su padre y a su madre será condenado a muerte. En cambio, ustedes afirman: "Si alguien dice a su padre o a su madre: Declaro corbán -es decir, ofrenda sagrada- todo aquello con lo que podría ayudarte..." En ese caso, le permiten no hacer más nada por su padre o por su madre. Así anulan la palabra de Dios por la tradición que ustedes mismos se han transmitido. ¡Y como estas, hacen muchas otras cosas!»
Palabra del Señor.
Los fariseos con algunos escribas llegados de Jerusalén se acercaron a Jesús, y vieron que algunos de sus discípulos comían con las manos impuras, es decir, sin lavar. Los fariseos, en efecto, y los judíos en general, no comen sin lavarse antes cuidadosamente las manos, siguiendo la tradición de sus antepasados; y al volver del mercado, no comen sin hacer primero las abluciones. Además, hay muchas otras prácticas, a las que están aferrados por tradición, como el lavado de los vasos, de las jarras y de la vajilla de bronce.
Entonces los fariseos y los escribas preguntaron a Jesús: «¿Por qué tus discípulos no proceden de acuerdo con la tradición de nuestros antepasados, sino que comen con las manos impuras?»
El les respondió: «¡Hipócritas! Bien profetizó de ustedes Isaías, en el pasaje de la Escritura que dice: Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. En vano me rinde culto: las doctrinas que enseñan no son sino preceptos humanos. Ustedes dejan de lado el mandamiento de Dios, por seguir la tradición de los hombres.»
Y les decía: «Por mantenerse fieles a su tradición, ustedes descartan tranquilamente el mandamiento de Dios. Porque Moisés dijo: Honra a tu padre y a tu madre, y además: El que maldice a su padre y a su madre será condenado a muerte. En cambio, ustedes afirman: "Si alguien dice a su padre o a su madre: Declaro corbán -es decir, ofrenda sagrada- todo aquello con lo que podría ayudarte..." En ese caso, le permiten no hacer más nada por su padre o por su madre. Así anulan la palabra de Dios por la tradición que ustedes mismos se han transmitido. ¡Y como estas, hacen muchas otras cosas!»
Palabra del Señor.
Comentario a Marcos 7, 1-13:
Decíamos ayer que siempre cuando comenzamos un camino –seguramente te pasó alguna vez–, esos comienzos son promisorios, son prometedores, nos llenan de entusiasmo y de ganas, porque todo recién comienza. Por eso, cuando empezamos a caminar, nos vamos dando cuenta que, en definitiva, caminar es conocer también; porque, cuando caminamos, salimos de nosotros mismos y emprendemos una ruta que, aunque incluso la hayamos hecho alguna vez, siempre es nueva, siempre es todo nuevo cuando caminamos, si aprendemos a levantar la cabeza. Y así es como vamos abriéndonos a cosas nuevas. Cuando caminamos, si caminaste alguna vez en una peregrinación o en la montaña, o lo que sea, te habrás dado cuenta que vas conociendo la obra de Dios, que se manifiesta en la creación, en la naturaleza; se manifiesta en nosotros, porque muchas veces caminamos con otros y vamos conversando y nos vamos conociendo, vamos abriendo nuestro corazón y, por supuesto, también vamos conociendo a Dios, a Jesús, en nuestro corazón, porque también, cuando caminamos, tenemos momentos de silencio y aprendemos a escucharnos a nosotros mismos y a escuchar la voz de Dios en nuestro corazón. Por eso hay que caminar, porque solo caminando vamos descubriendo las maravillas que Dios nos tiene preparadas para nuestra vida.
Algo del Evangelio de hoy habla de la hipocresía de los fariseos, que terminaron reemplazando el mandamiento de Dios por tradiciones de los hombres, por tradiciones hechas por ellos. Jesús se enoja al ver que «el pueblo lo honra con los labios, pero no con el corazón». Y este es el peligro de todos los hombres, de todos los hombres religiosos, de todo católico, tanto del que se cree mejor por estar cumpliendo todo lo que supuestamente hay que cumplir y por estar aferrado a las cosas del pasado –que parece para muchos que son mejores– como el que desprecia lo anterior por el solo hecho de ser viejo, como dicen, y, al mismo tiempo, termina creándose sus propias tradiciones actuales, pero tradiciones al fin, hechas a su medida.
Vamos por partes. El problema no es en sí el mandamiento entonces, por supuesto; el problema es que olvidamos el mandamiento de Dios, el pueblo judío olvidó el mandamiento de Dios y nosotros también lo olvidamos y vamos armando sin querer nuestro propio «castillito espiritual». El problema no es que el sol no está cuando está nublado, sino que lo están tapando las nubes. El problema no es que haya tradiciones humanas que son inevitables, sino que nosotros hacemos de las tradiciones «el sol» y no nos damos cuenta que las tradiciones son como las nubes que van y vienen, que van cambiando de forma, que desaparecen y aparecen, y le dan un poco de color al cielo.
Ahora, ¿qué hacemos entonces? ¿Hacemos desaparecer las nubes para ver siempre el sol? Y la verdad es que no se puede; las nubes existen y sirven porque además nos dan sombra a veces, son lluvia linda que empapa la tierra. Las nubes además embellecen el cielo, lo hacen bastante más lindo. Las tradiciones humanas que nos vamos transmitiendo, de alguna manera, «adornan» nuestra fe, por decirlo así, y nos hacen verla un poco más linda, vivirla con más intensidad; pero no son la fe, no son el sol, sino que nos ayudan.
Sería mucho más largo de explicar, no sería para este audio, pero de paso te cuento que, además, hay que aprender a distinguir entre Tradiciones o Tradición con mayúscula, que son las que nos vienen directamente de Jesús y de los apóstoles y no podemos cambiar, y tradiciones con minúscula, que son las que son creadas por nosotros, por la Iglesia y que podemos ir cambiando siempre bajo la autoridad de la Iglesia.
Y a esta se refiere Jesús en el Evangelio de hoy, a las tradiciones con minúscula, a las que se pueden cambiar.
Decíamos ayer que siempre cuando comenzamos un camino –seguramente te pasó alguna vez–, esos comienzos son promisorios, son prometedores, nos llenan de entusiasmo y de ganas, porque todo recién comienza. Por eso, cuando empezamos a caminar, nos vamos dando cuenta que, en definitiva, caminar es conocer también; porque, cuando caminamos, salimos de nosotros mismos y emprendemos una ruta que, aunque incluso la hayamos hecho alguna vez, siempre es nueva, siempre es todo nuevo cuando caminamos, si aprendemos a levantar la cabeza. Y así es como vamos abriéndonos a cosas nuevas. Cuando caminamos, si caminaste alguna vez en una peregrinación o en la montaña, o lo que sea, te habrás dado cuenta que vas conociendo la obra de Dios, que se manifiesta en la creación, en la naturaleza; se manifiesta en nosotros, porque muchas veces caminamos con otros y vamos conversando y nos vamos conociendo, vamos abriendo nuestro corazón y, por supuesto, también vamos conociendo a Dios, a Jesús, en nuestro corazón, porque también, cuando caminamos, tenemos momentos de silencio y aprendemos a escucharnos a nosotros mismos y a escuchar la voz de Dios en nuestro corazón. Por eso hay que caminar, porque solo caminando vamos descubriendo las maravillas que Dios nos tiene preparadas para nuestra vida.
Algo del Evangelio de hoy habla de la hipocresía de los fariseos, que terminaron reemplazando el mandamiento de Dios por tradiciones de los hombres, por tradiciones hechas por ellos. Jesús se enoja al ver que «el pueblo lo honra con los labios, pero no con el corazón». Y este es el peligro de todos los hombres, de todos los hombres religiosos, de todo católico, tanto del que se cree mejor por estar cumpliendo todo lo que supuestamente hay que cumplir y por estar aferrado a las cosas del pasado –que parece para muchos que son mejores– como el que desprecia lo anterior por el solo hecho de ser viejo, como dicen, y, al mismo tiempo, termina creándose sus propias tradiciones actuales, pero tradiciones al fin, hechas a su medida.
Vamos por partes. El problema no es en sí el mandamiento entonces, por supuesto; el problema es que olvidamos el mandamiento de Dios, el pueblo judío olvidó el mandamiento de Dios y nosotros también lo olvidamos y vamos armando sin querer nuestro propio «castillito espiritual». El problema no es que el sol no está cuando está nublado, sino que lo están tapando las nubes. El problema no es que haya tradiciones humanas que son inevitables, sino que nosotros hacemos de las tradiciones «el sol» y no nos damos cuenta que las tradiciones son como las nubes que van y vienen, que van cambiando de forma, que desaparecen y aparecen, y le dan un poco de color al cielo.
Ahora, ¿qué hacemos entonces? ¿Hacemos desaparecer las nubes para ver siempre el sol? Y la verdad es que no se puede; las nubes existen y sirven porque además nos dan sombra a veces, son lluvia linda que empapa la tierra. Las nubes además embellecen el cielo, lo hacen bastante más lindo. Las tradiciones humanas que nos vamos transmitiendo, de alguna manera, «adornan» nuestra fe, por decirlo así, y nos hacen verla un poco más linda, vivirla con más intensidad; pero no son la fe, no son el sol, sino que nos ayudan.
Sería mucho más largo de explicar, no sería para este audio, pero de paso te cuento que, además, hay que aprender a distinguir entre Tradiciones o Tradición con mayúscula, que son las que nos vienen directamente de Jesús y de los apóstoles y no podemos cambiar, y tradiciones con minúscula, que son las que son creadas por nosotros, por la Iglesia y que podemos ir cambiando siempre bajo la autoridad de la Iglesia.
Y a esta se refiere Jesús en el Evangelio de hoy, a las tradiciones con minúscula, a las que se pueden cambiar.
Lamentablemente esta palabra (tradición) está un poco mal usada, tanto para el que le gusta mucho y la usa para aferrarse al no cambiar –esto lo vemos en los mal llamados, creo yo, «tradicionalistas»– como para el que las desprecia y critica lo tradicional, pero finalmente se aferra a su nueva tradición, creada por él mismo, por otros, que es la del cambio por el cambio mismo; un cambio a veces infantil, sin criterio, un cambio solo por capricho personal.
Tanto el que se aferra al pasado solo por el hecho de que todo lo anterior fue mejor, solo por pensar que todo lo de ahora es malo, como el que cambia por cambiar y rechaza todo lo antiguo; ambos no comprenden lo que significa lo «tradicional», ambos dejaron que las nubes le tapen el sol y se olvidaron del sol y, además, se quedaron peleando por las nubes. Esto nos pasa muchas veces en la Iglesia, parece que hay como dos bandos: los tradicionalistas o los progresistas. Dos etiquetas feas que no tienen sentido, mal puestas. Nada más alejado del Evangelio que etiquetarnos entre nosotros. Si nos ponemos etiquetas, es porque nos olvidamos de lo esencial, del sol. Si ponemos etiquetas a otros, es porque estamos juzgando y no entendimos el mensaje de Jesús en el Evangelio.
Aprendamos a aceptar ciertas nubes, ciertas tradiciones que nos ayudan a embellecer y a transmitir la fe, aceptemos que hay algunos que les puede gustar más o menos algunas cosas. Lo que no podemos aceptar es pelearnos por cosas que no son el sol. Mientras el sol está queriendo iluminarnos y nosotros estamos mirando para abajo, peleándonos por algunas nubes, perdiéndonos lo mejor; en este caso, caemos todos juntos en la hipocresía.
www.algodelevangelio.org
algodelevangelio@gmail.com
p. Rodrigo Aguilar
Tanto el que se aferra al pasado solo por el hecho de que todo lo anterior fue mejor, solo por pensar que todo lo de ahora es malo, como el que cambia por cambiar y rechaza todo lo antiguo; ambos no comprenden lo que significa lo «tradicional», ambos dejaron que las nubes le tapen el sol y se olvidaron del sol y, además, se quedaron peleando por las nubes. Esto nos pasa muchas veces en la Iglesia, parece que hay como dos bandos: los tradicionalistas o los progresistas. Dos etiquetas feas que no tienen sentido, mal puestas. Nada más alejado del Evangelio que etiquetarnos entre nosotros. Si nos ponemos etiquetas, es porque nos olvidamos de lo esencial, del sol. Si ponemos etiquetas a otros, es porque estamos juzgando y no entendimos el mensaje de Jesús en el Evangelio.
Aprendamos a aceptar ciertas nubes, ciertas tradiciones que nos ayudan a embellecer y a transmitir la fe, aceptemos que hay algunos que les puede gustar más o menos algunas cosas. Lo que no podemos aceptar es pelearnos por cosas que no son el sol. Mientras el sol está queriendo iluminarnos y nosotros estamos mirando para abajo, peleándonos por algunas nubes, perdiéndonos lo mejor; en este caso, caemos todos juntos en la hipocresía.
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