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17522 - Telegram Web
Telegram Web
Comentario a Marcos 6, 1-6:

Continuando con esta imagen del «camino», decíamos ayer que el primero que vino a caminar este mundo, a caminar esta vida, fue Jesús. En realidad, podríamos decir que después de ver al hombre perdido, errante por esta vida, caminando sin sentido, vino Jesús a este mundo a enseñarnos a caminar o a enseñarnos el verdadero camino. Por eso vemos en los evangelios que todas las veces que Jesús se encontró por el camino con alguien o que fueron a buscarlo para alguna necesidad, o incluso cuando Jesús se metió en la vida de tantos llamándolos, siempre de algún modo u otro los invitó a caminar. A los discípulos les dijo: «Síganme», y los sacó de su modorra espiritual, de su pecado, de su tibieza, y los hizo empezar a «caminar». Aquellos que se acercaron para ser curados, a los enfermos, a los endemoniados, a aquellos que estaban muertos y los resucitó, los puso de vuelta a «caminar».
Podríamos leer todo el Evangelio en esta clave, ver cómo Jesús se mete en la vida de las personas o deja que le intercepten por el camino para ponerse a caminar. En ningún momento vamos a ver en el Evangelio a Jesús quieto, en el sentido de no estar haciendo nada, no estar yendo hacia un lugar. Siempre, desde que comenzó su vida pública, Jesús se puso a caminar hacia Jerusalén, donde sabía que iba a entregar su vida, porque, en definitiva, caminar es aprender a entregarse, es ir hacia la entrega, ir hacia el amor.
Al contemplar esta escena de Algo del Evangelio de hoy, nosotros, los que creemos, tenemos que reconocer y nunca olvidar una dificultad propia que tiene la fe. Y a veces simplificamos mucho la fe y aseguramos tener fe sin ahondar en lo que significa, o incluso criticamos a aquellos que no tienen fe y decimos ante ciertas situaciones: ¿Cómo no pueden creer? ¿Cómo, si ven esto o ven lo otro, no puede creer? Pero en realidad deberíamos decir que no es fácil creer, aunque creamos.
Sin embargo, como creyentes, y creyentes que pensamos y usamos la razón que Dios nos dio, tenemos que reconocer que la misma fe intrínsecamente, como se dice, tiene una gran dificultad, es difícil creer. Si no reconocemos esto, estamos simplificando de algún modo la fe y, en el fondo, estamos despreciando un don que, en definitiva, es de Dios. Creer es un don que recibimos. La posibilidad de creer en algo que está más allá de lo que vemos, la posibilidad de creer que en la sencillez de las cosas humanas podemos encontrar a Dios, la posibilidad de creer que esa persona que caminó por Galilea, ese hombre llamado Jesús era Dios, que vino a estar entre nosotros, a caminar con nosotros; es un don que recibimos gratuitamente, y por eso a muchos nos cuesta entender y creer. Porque lo humano se transforma en obstáculo muchas veces para lo divino, para aquel que no tiene fe o que busca muchas razones a lo que, en definitiva, es un regalo que hay que aceptar.
A veces en nuestros hogares, en nuestras familias, cuando queremos ser profetas, cuando queremos ser personas que muestren y anuncien que Dios está siempre, se nos hace bastante difícil, porque nosotros –y todos los demás– cuando hablamos de Dios, en definitiva y sin darnos cuenta, lo que buscamos es algo más grande, algo que deslumbre, algo milagroso. Y bueno, el Señor vino a enseñarnos que él eligió lo sencillo, un modo sencillo de hacerse presente en la humanidad y lo sigue haciendo a través de la Iglesia. La Iglesia, que es el Cuerpo de Cristo, vos y yo que somos de alguna manera la continuidad de la encarnación de Dios en la tierra, nos encontramos con esta dificultad para manifestar la fe y, al mismo tiempo, para vivir una fe madura. Por eso dice la Palabra de hoy que «Jesús no pudo hacer ningún milagro allí». ¿Por qué no pudo, si él podría haberlo hecho? Si él hubiese querido, lo hubiese realizado; no pudo porque no había fe. No vale la pena, en definitiva, hacer milagros cuando no hay fe, porque Jesús no hacía milagros para que los demás crean, para suscitar la fe, sino que en realidad solo veían los milagros aquellos que ya tenían fe.
Esto mismo pasa hoy; necesitamos fe para ver los milagros de Dios, necesitamos fe para darnos cuenta que Dios está presente. Por eso lo mejor que podemos pedir siempre es la fe, no es pedir milagros. Si tenemos fe, veremos milagros continuamente: el milagro de poder despertar, levantarnos y ver todo lo que Dios nos regaló, nuestra familia, nuestros hijos, el milagro de haber recibido tantos dones espirituales y materiales. Y así, mirando nuestra vida, el mundo en el que vivimos, podríamos ver milagros continuamente. Por eso pidamos fe, pidamos fe para que no se transformen en motivo de tropiezo los errores humanos de la Iglesia, los pecados de nosotros, los sacerdotes, de los laicos; obviamente que el pecado es un motivo de tropiezo y por eso tenemos que evitarlo, para evitar que otros dejen de creer.
Pidamos fe para poder descubrir más y más milagros a nuestro alrededor. Pidamos fe para los demás, no tratemos de mostrarles la fe, sino pidámosla para ellos, porque cuando se tiene fe, por gracia de Dios, se empieza a ver la realidad de otra manera y eso nos permite caminar de un modo distinto. Sigamos nuestro camino, como lo hizo Jesús; no nos detengamos por el hecho de que a los demás no les convenza lo que hacemos y decimos. Nuestro camino es andar tras él, escuchándolo a él.

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p. Rodrigo Aguilar
Jueves 6 de febrero + IV Jueves durante el año + Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Marcos 6, 7-13

Entonces llamó a los Doce y los envió de dos en dos, dándoles poder sobre los espíritus impuros. Y les ordenó que no llevaran para el camino más que un bastón; ni pan, ni alforja, ni dinero; que fueran calzados con sandalias y que no tuvieran dos túnicas.
Les dijo: «Permanezcan en la casa donde les den alojamiento hasta el momento de partir.
Si no los reciben en un lugar y la gente no los escucha, al salir de allí, sacudan hasta el polvo de sus pies, en testimonio contra ellos».
Entonces fueron a predicar, exhortando a la conversión; expulsaron a muchos demonios y curaron a numerosos enfermos, ungiéndolos con óleo.

Palabra del Señor
Comentario a Marcos 6, 7-13:

Si alguna vez caminaste mucho, si alguna vez hiciste una peregrinación, si sos de caminar para despejarte o para estar mejor corporalmente, o si sos de caminar porque te gusta la montaña, o también podríamos pensar en algún deporte, me vas a entender mejor cuando sigamos reflexionando sobre el caminar en nuestra vida, el caminar en la fe, y cómo eso incide, influye en nuestra vida espiritual. Si no sos de caminar, si sos un poco sedentario, sedentaria, o si estás en una situación que no te sale caminar, bueno, tratá de pensar y relacionarlo porque todos tenemos experiencias de esforzarnos físicamente, corporalmente para lograr un objetivo; que en definitiva es eso: cuando caminamos, sea para lo que sea, en definitiva no caminamos por caminar solamente. Siempre tenemos alguna meta, siempre tenemos algún objetivo, siempre comenzamos y terminamos, no caminamos eternamente. Por eso creo que esto es una de las primeras reflexiones que podemos sacar de esta imagen de caminar. Somos seguidores del Camino. Jesús es Camino, nosotros también estamos en camino y estamos en camino hacia un lugar, hacia una meta.
Cuando uno se propone una meta, uno camina con otro espíritu, uno camina con sentido, y eso es lo que nos permite seguir caminando, justamente. Cuando no tenemos meta, cuando hacemos algo por hacerlo, cuando caminamos por caminar, sin rumbo, finalmente nos terminamos agotando y terminamos abandonando en el camino, justamente. Por eso, pensemos hoy que nuestra vida es eso, es una meta, es un caminar hacia un lugar. Si no concebimos nuestra fe cristiana como un camino, como un ir hacia donde Jesús nos lleva, finalmente terminaremos abandonando al costado del camino. Cuánta gente empezó este camino y lo abandonó, pero cuánta gente todavía sigue caminando porque cree, porque cree que nuestro camino tiene una meta, y esa meta es el cielo.
En Algo del Evangelio de hoy vemos cómo Jesús envía a los Doce, y esos doce que él había elegido para estar con él, para que lo conozcan, para finalmente abrirles su corazón. En un momento de su vida les pide que lo ayuden. Sí, Jesús, aunque parezca mentira, necesita «la ayuda» de los hombres para llevar el mensaje de conversión, el mensaje del Reino de Dios a todos los hombres. ¡Un poco extraño parece!
Este es el primer gran detalle de la escena de hoy, que por supuesto también es comprensible en el «hoy» de la Iglesia: Jesús necesita de los hombres para llevar su mensaje, siendo Dios hecho hombre sigue utilizando las mediaciones humanas para que su mensaje llegue a todos, a todos los rincones del mundo. Por eso, nuestro Maestro, incluso en su vida pública, les «pidió» ayuda a los discípulos, a sus apóstoles y los envía de dos en dos; los envía de dos en dos, no envía personas «solas», siempre caminamos con alguien. El llamado de Dios Padre, una vocación, se termina transformando en un pedido de ayuda hacia nosotros y en una búsqueda de comunión entre nosotros. ¡Qué paradoja!
No podemos vivir una vida de fe solitariamente, especialmente esto se dirige a los apóstoles, o sea, también a los sucesores de los apóstoles: a los obispos, a los colaboradores de los obispos, a los sacerdotes y a los diáconos. Es una misión especial que nunca puede ser solitaria. Erramos el camino en la Iglesia cuando el sacerdote, los consagrados, también los laicos, todos los que son elegidos para llevar el mensaje de la Palabra de Dios; piensan que deben ir solos, siendo como una especie de «francotiradores» de la fe, y que en la medida en que se aíslan y hacen su rancho aparte, lo que hacen es lo mejor y piensan que esa es la mejor manera de evangelizar... Eso no es verdad, es falso.
El Evangelio nos muestra que no se puede evangelizar solos, porque evangelizar no es otra cosa que mostrar que estamos llamados al amor, a vivir en comunión. ¿Y cómo se puede demostrar el amor estando solos? El Reino de Dios es «relación», es relación de amor, es relación que ayuda a descubrir la verdad de la vida de cada uno de nosotros.
Y entonces ¿cómo podemos vivir una relación solos? Solo de a dos se puede vivir el amor y solo transmitiendo amor podemos predicar el mensaje de Dios a los demás.
Esto es una especie de llamado de atención –creo yo– para nosotros, los sacerdotes, para los consagrados, pero también por supuesto para los laicos, para todos los que tienen una tarea especial; no somos ermitaños de la fe y no podemos pretender que en cada uno de nosotros de manera individual se agote todo el misterio de la evangelización.
Solo podremos descubrir la verdad en nuestra vida en la medida que establecemos relaciones humanas y de amor con los demás.
Un matrimonio, una mujer, un marido, descubre la verdad de su corazón y la verdad de su vida, solamente abriéndose al otro, a los demás. Y abrirse a los demás ayuda a que otros también descubran el mensaje del Reino de Dios. Un sacerdote que piensa que solo puede evangelizar mejor que acompañado, no conoce y no leyó el Evangelio de hoy.
Ojalá que podamos descubrir esta verdad. Cuando uno está con otros, cuando uno transmite la verdad del Evangelio con otra persona, escucha otra cosa, descubre que esa persona lleva a los demás de otra manera y es así como uno descubre la riqueza del mensaje. Él no quiso estar solo, Jesús llamo a doce. Él no quiso enviarnos solos y en la Iglesia no estamos solos, somos una gran familia que, como cuerpo de Cristo, transmitimos el mensaje de un Dios que tampoco es solitario, de un Dios que es familia, que es Padre, Hijo y Espíritu Santo.

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p. Rodrigo Aguilar
Viernes 7 de febrero + IV Viernes durante el año + Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Marcos 6, 14-29

El rey Herodes oyó hablar de Jesús, porque su fama se había extendido por todas partes. Algunos decían: «Juan el Bautista ha resucitado, y por eso se manifiestan en él poderes milagrosos» Otros afirmaban: «Es Elías.» Y otros: «Es un profeta como los antiguos.» Pero Herodes, al oír todo esto, decía: «Este hombre es Juan, a quien yo mandé decapitar y que ha resucitado.»
Herodes, en efecto, había hecho arrestar y encarcelar a Juan a causa de Herodías, la mujer de su hermano Felipe, con la que se había casado. Porque Juan decía a Herodes: «No te es lícito tener a la mujer de tu hermano.» Herodías odiaba a Juan e intentaba matarlo, pero no podía, porque Herodes lo respetaba, sabiendo que era un hombre justo y santo, y lo protegía. Cuando lo oía, quedaba perplejo, pero lo escuchaba con gusto.
Un día se presentó la ocasión favorable. Herodes festejaba su cumpleaños, ofreciendo un banquete a sus dignatarios, a sus oficiales y a los notables de Galilea. La hija de Herodías salió a bailar, y agradó tanto a Herodes y a sus convidados, que el rey dijo a la joven: «Pídeme lo que quieras y te lo daré.» Y le aseguró bajo juramento: «Te daré cualquier cosa que me pidas, aunque sea la mitad de mi reino.» Ella fue a preguntar a su madre: « ¿Qué debo pedirle?» «La cabeza de Juan el Bautista», respondió esta.
La joven volvió rápidamente a donde estaba el rey y le hizo este pedido: «Quiero que me traigas ahora mismo, sobre una bandeja, la cabeza de Juan el Bautista.»
El rey se entristeció mucho, pero a causa de su juramento, y por los convidados, no quiso contrariarla. En seguida mandó a un guardia que trajera la cabeza de Juan. El guardia fue a la cárcel y le cortó la cabeza. Después la trajo sobre una bandeja, la entregó a la joven y esta se la dio a su madre.
Cuando los discípulos de Juan lo supieron, fueron a recoger el cadáver y lo sepultaron.

Palabra del Señor.
Comentario a Marcos 6, 14-29:

Decíamos ayer que caminar con un objetivo, con una meta, nos mantiene firmes en el camino. Habrás experimentado alguna vez que cuando no sabés para dónde ir o cuando estás con alguien que está medio perdido, o emprendiste un viaje y esa persona no sabe bien a dónde tiene que llegar, todo comienza a ser incertidumbre. Claramente, tener una meta, un objetivo, nos ayuda a dar pasos firmes en la vida. Por eso en el camino de la fe vale siempre la pena volver una y mil veces a la esencia de nuestra fe, o sea, hacia donde vamos, hacia donde estamos caminando. Porque cuando perdemos el rumbo, perdemos la paz. Cuando perdemos esa certeza interior de que inexorablemente estamos caminando hacia la mejor meta que podemos imaginar, es cuando todo empieza a derrumbarse. Por eso, quiero decir hoy con mucha fuerza esto que también tengo en el corazón: el caminar con un objetivo, con una meta, con un horizonte, nos da muchísimas cosas a lo largo del camino. Solo cuando nos ponemos a caminar, solo cuando salimos de nosotros mismos, es cuando empezamos a ver la verdadera vida que Dios nos dio. El que está sentado sin querer hacer nada, el que no quiere salir de sí mismo, finalmente se queda solo.
Señor, enséñanos a caminar como vos caminaste. Enséñanos a levantarnos, a no quedarnos detenidos, tirados por ahí. Necesitamos caminar, porque aunque nos cansemos cuando caminamos, nos llenamos de gozo al descubrir todos los dones que vos querés darnos.
En Algo del Evangelio de hoy, se ve a lo que puede llegar el ser humano, a lo que puede llegar muchas veces nuestra insensatez y la cobardía de un corazón que traiciona lo más preciado, por «quedar bien», por no jugarse, por estar pendiente de la mirada ajena, por lo que pensarán los demás. Herodes, de algún modo, hoy representa todo esto, fue todo eso y mucho más.
Pero Herodes, o ese modo de ser, también habita en nuestro corazón cuando matamos lo que nos molesta, cuando «le cortamos la cabeza» a aquellos que antes admirábamos –como él admiraba a Juan el Bautista, pero no fue capaz de jugársela en el momento en el que más lo necesitaba–, cuando somos capaces de traicionar lo que más nos hacía felices hace un momento nada más y por miedo, y falta de amor, terminamos trayendo en la bandeja la cabeza de ese amor que matamos por cobardes. Sí, suena duro, pero muchas veces somos capaces de hacer eso.
Herodes es la personificación de la debilidad humana, de todo corazón, de todo ser humano que a veces subido al pedestal del poder sea donde nos toque estar, vive una vida de «fantasía» envalentonado por ese poder y es incapaz de buscar el bien ajeno, sino que lo único que le interesa es mantenerse en ese lugar de privilegio.
Somos así nosotros también –por más sencillos que seamos–, cuando cuidamos nuestro rancho a costa de todo, cuando callamos alguna verdad profunda que nos puede incomodar o puede incomodar a los demás y lo hacemos solo por miedo. Ser veraz y sinceros muchas veces puede costar la vida, cuesta la vida que nos quieren vender, pero la que nos quiere vender este mundo; pero al mismo tiempo nos da una vida que nadie nos puede quitar: la vida de los hijos de Dios, la paz del corazón cuando hacemos lo que tenemos que hacer.
Por eso Jesús dirá en otra parte del Evangelio: «No teman a los que matan el cuerpo, sino a los que matan el alma», no hay que temer a los que nos pueden matar el cuerpo, a los que nos pueden quitar esta vida terrenal.
Juan el Bautista murió dignamente y por eso nadie lo olvidará, y aunque haya sido fruto su muerte de un juego, de un juramento barato de este hombre viciado por el poder, por la seducción del baile de una niña, por un rato de vanidad; Juan el Bautista murió por la verdad, pero no por una frase que era verdad o por una frase que era una regla moral; Juan el Bautista murió por una verdad que él mismo vivía, disfrutaba, porque la verdad es vida y la verdad es camino, la verdad es Jesucristo.
Jesús lo dijo así: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida», y vivir congruentes con esta verdad no solo nos hace morir dignamente, sino que nos hace vivir dignamente, sin vendernos, sin dejarnos sobornar por dinero, por prestigio, por fama, por un aplauso barato, por un afecto pasajero que algún día se acabará.
Bueno, ¿cuántos cristianos hoy mueren diariamente por ser veraces, por amar a una persona que es Verdad, que es Camino y que es Vida? ¿Nosotros, vos y yo morimos por la Verdad, somos capaces de entregar nuestra cabeza por amor a la Verdad que es Jesús?
Ojalá que hoy podamos dar un paso más en esta verdad, ojalá que hoy nos animemos a no callar la verdad que nos hace libres, la verdad que nos hace vivir como verdaderos hijos de Dios.

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p. Rodrigo Aguilar
Sábado 8 de febrero + IV Sábado durante el año + Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Marcos 6, 30-34

Al regresar de su misión, los Apóstoles se reunieron con Jesús y le contaron todo lo que habían hecho y enseñado.
Él les dijo: «Vengan ustedes solos a un lugar desierto, para descansar un poco.» Porque era tanta la gente que iba y venía, que no tenían tiempo ni para comer. Entonces se fueron solos en la barca a un lugar desierto. Al verlos partir, muchos los reconocieron, y de todas las ciudades acudieron por tierra a aquel lugar y llegaron antes que ellos.
Al desembarcar, Jesús vio una gran muchedumbre y se compadeció de ella, porque eran como ovejas sin pastor, y estuvo enseñándoles largo rato.

Palabra del Señor.
Comentario a Marcos 6, 30-34:

Si hay algo que tiene nuestro camino de la vida, es que sabemos hacia dónde vamos, sabemos cuál es la meta, pero la verdad es que no sabemos cuánto demoraremos en llegar. Hoy, sin embargo, la tecnología, los grandes avances nos hacen saber casi todo. Podemos saber cuánto tiempo tardaremos en ir hacia un lugar, sabemos cuánto tiempo vamos a demorar si vamos en auto, si vamos en medio de transporte público, si vamos caminando. Podemos saberlo todo, y eso, aunque parece muy bueno, muchas veces puede jugarnos en contra, porque nos genera una cierta ansiedad. Casi que nos ponemos por encima del tiempo y no dejamos que sea el tiempo mismo el que de algún modo, dicho simbólicamente, nos vaya llevando.
Vuelvo a decir, nosotros sabemos en la vida hacia dónde vamos. Vamos hacia el cielo. Tenemos una morada preparada en el cielo, como dice Jesús: «Hay habitaciones para todos», pero en definitiva no sabemos cuándo partiremos de este mundo. Sin embargo, tenemos que seguir caminando. Y en ese caminar, por supuesto, nos cansaremos y tendremos que aprender a frenar, tendremos que aprender a regular nuestras fuerzas y a saber vivir el presente, dar cada paso sabiendo que tenemos que darlo, pero que, en definitiva, no sabemos cuándo será el último. Y qué bien nos hace entonces tener un Evangelio en este sábado, como el de hoy, en donde en definitiva Jesús les enseña a los discípulos que en este camino también hay que aprender a descansar.
Por eso vamos a Algo del Evangelio de hoy: ¿Quién dijo que ser cristiano es trabajar y trabajar o –diríamos nosotros hoy– caminar y caminar y no descansar nunca? ¿Quién dijo que ser cristiano es solamente vivir como volcados hacia afuera, haciendo continuamente cosas por los demás y no tener tiempo para aprender a contemplar, a tener un sano ocio, a descansar un poco?
Creo que tal como lo pinta esta escena tan linda, ser cristiano en definitiva es andar con Jesús, es caminar con él, y en ese caminar como cualquier camino de la vida hay de todo, incluso momentos en los que él nos puede decir: «Vení, vengan, apártense un poco, vamos a un lugar desierto para descansar».
Jesús mismo lo necesitaba, necesitaba descansar físicamente y descansar también del agobio de tanta gente que se acercaba para escucharlo, para ser sanada; necesitaba también escuchar a sus amigos, a los apóstoles, hablarles, animarlos, empujarlos, levantarlos; necesitaba apartarse también para estar con los apóstoles porque ni siquiera tenían tiempo para comer, ni siquiera tenían tiempo para conversar –también podríamos pensar– porque el reunirse a comer para nosotros es también de algún modo un aprender a escucharnos, a dialogar, a saber lo que le está pasando al de al lado, a nuestro hijo, a nuestra hija, a tu marido, a tu mujer, a tus amigos.
Jesús también necesita apartarnos un poco para estar con nosotros, en realidad somos nosotros los que necesitamos que Jesús nos «aparte», porque si fuera por nosotros, seguiríamos y seguiríamos sin parar hasta que algún día terminamos tirados al costado del camino, porque no sabemos descansar.
Sabemos –por el Evangelio de hoy– que finalmente Jesús no pudo tener ese momento de descanso, porque la gente los vio, los persiguió y no les dio respiro; y además, terminó compadeciéndose de todos y les siguió enseñando largo rato.
Pero es bueno que de la escena de hoy nos quedemos con esta intención de Jesús, él quiso eso, aunque al final no lo pudo hacer. Él quiere también hoy que aprendamos a apartarnos, él quiere que sepamos dejar un poco nuestras cosas de lado, incluso nuestras tareas apostólicas, nuestras tareas de caridad, del servicio que hacemos, cosas que él mismo nos pide; pero también él quiere que nos apartemos para que aprendamos a estar con él, para reclinar nuestra cabeza en su corazón. Y no es descansar por descansar, no es dormir por dormir, no es tirarse en la cama por tirarse en la cama; es aprender a apoyar nuestra cabeza en su corazón, como lo hizo el discípulo amado en la última cena.
¡Cuántas veces descansamos mucho y todo sigue igual! Por ahí a veces volvemos de vacaciones en donde descansamos y dormimos un poco más, en donde cambiamos la rutina, pero todo sigue igual. ¿Por qué? Porque no sabemos descansar con Jesús, porque descansamos solos, porque hicimos la misma vida que veníamos haciendo, pero en otro lugar, solo cambiamos de lugar y no cambiamos el corazón. Es necesario que aprendamos a descansar en la oración, lo grita el corazón de cada uno de nosotros, lo necesita. Solo cuando sabemos descansar en el Camino cada día, cinco, diez o los minutos que podamos cada día; solo cuando nos sale bien de adentro estar con él porque escuchamos su invitación: «Vení, vení a descansar»; solo así tenemos resto, como se dice, tenemos la alegría suficiente para sobrellevar todo, tenemos ánimo grande para escuchar a los demás. Solo así no nos molesta y no nos aturde la presencia –a veces agobiante– de los otros, de las personas que nos rodean.
Pidamos hoy a Jesús que nos diga al oído: «Vení, vení a un lugar desierto, vení a la oración, vení a descansar un poco». Ser cristiano, en definitiva, ser amigo de Jesús es trabajar con él, pero también descansar con él. Que Jesús hoy nos regale a todos esta gracia.

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p. Rodrigo Aguilar
2025/07/08 10:56:22
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