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17808 - Telegram Web
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Comentario a Marcos 12, 28b-34:

¿Sabés por qué no nos conviene hacer de nuestra relación con Dios un comercio? Por la sencilla razón de que no es necesario y, además, no nos conviene; siempre saldremos perdiendo. Dios nos dio y no da todo su amor sin pedirnos, en principio, nada a cambio. Pensar que Dios nos puede dar algo solo y únicamente porque nosotros le damos algo, es olvidarnos de quién es Dios verdaderamente o, en el fondo, es no conocerlo todavía. Si Jesús hubiese necesitado algo de nosotros para darnos lo que él quería, no habría muerto por nosotros antes de que naciéramos; habría esperado que demos nuestro corazón, que nosotros entreguemos la vida también. Por eso, la lógica divina es al revés. Debemos descubrir todo lo que Dios hizo por nosotros, incluso sin ni siquiera merecerlo.
Dice un Salmo: «¿Con qué pagaré al Señor todo el bien que me hizo?». ¿Lo escuchaste alguna vez? Quiere decir que, en realidad, nuestra deuda de amor con Dios es infinita, es imposible de pagar con nuestros propios medios, con nuestro pobre amor. Su amor es impagable, diríamos. No podemos «negociar» con él por la sencilla razón de que no es necesario, ya tenemos todo lo que buscamos. Y, además, si habría que pagar el amor, dejaría de ser amor.
Y, por otro lado, es infantil, es de niños, es estar con pequeñeces cuando él pretende grandezas, corazones inmensos. Por eso, toda espiritualidad que se basa en un «hacer cosas» para que Dios me dé lo que pretendo, en realidad no es cristiana plenamente, tiene algún vicio. Nuestro templo-corazón debe despojarse de todo lo que le impide correr hacia Dios libremente, sin obstáculos, sin tantas condiciones, sin tantas reglas que nosotros mismos nos imponemos, sin tantas «cadenas», sin tantas devociones, sino con una «línea directa», estando siempre online, sabiendo que él está siempre con nosotros, amándonos, sosteniéndonos, esperándonos. Espero que me entiendas, no digo que tener devociones está mal. Lo que digo es que cuando nos impiden llegar a Dios, es porque algo estamos haciendo mal. La devoción es buena, somos nosotros los que no sabemos conducirla.
¿Por qué dar tantas vueltas cuando tenemos a Jesús a la vuelta del corazón? Dejemos que él siga expulsando a todos los vendedores de nuestro interior que no nos dejan amar como él quiere. Mientras tanto, ¿qué tenemos que hacer nosotros? Escuchar.
Algo del Evangelio de hoy nos enseña que lo más importante y lo primero es escuchar. No ama el que no escucha y no escucha el que no ama. «¿Cuál es el primero de los mandamientos?», le preguntaron a Jesús. «Escuchar para amar», «amarás si escuchás». Es lindo saber que el mandamiento también es de algún modo una promesa que Dios nos hace. Amarás, amarás… Vamos a terminar amando pero si empezamos por escuchar. Escuchar es lo primero que quiere él de nosotros. Sin escucha no hay posibilidad de entregarnos, no hay amor que prospere. A veces creo que los cristianos queremos empezar por el final y nos olvidamos del principio. Siempre es bueno empezar por el principio. Decía una canción muy linda: «Crece desde el pie, musiquita; crece desde el pie». Todo crece desde el pie.
¿Cómo pretender que Dios sea todo si no le damos lo primero y principal que es el oído del corazón, que hace que las palabras lleguen y nos transformen? ¿Quién se puede enamorar de alguien al que jamás escucha? Por eso es bueno volver a escuchar que el primer mandamiento en realidad es escuchar, valga la redundancia. No se puede amar a quien no se escucha. Mirá a tus hijos, a tu marido, a tu mujer, a tus hermanos, a tus amigos. Míralos y pregúntate con sinceridad si es posible amarlos de verdad si no los escuchás, si no te tomás el tiempo para saber qué piensan, qué sienten, qué necesitan, sentándote un rato con ellos. Cuando empecemos a escuchar a los que tenemos al lado, nos llevaremos muchas sorpresas, para bien y, a veces, para mal, o por lo menos para descubrir cosas que no nos gustan.
Nos sorprendemos para bien cuando de golpe descubrimos una riqueza inimaginable en personas que antes no teníamos en cuenta.
Nos sorprendemos para mal cuando de golpe nos distanciamos de personas que en realidad no conocíamos bien, porque en el fondo no nos escuchábamos.
¿No será que con Dios nos pasa lo mismo? ¿No será que nos alejamos de él porque nos perdemos de escucharlo? ¿No será que nos enamoramos perdidamente de su corazón porque en el fondo nunca nos decidimos a escucharlo en serio?
El amor de Dios brota y crece, casi naturalmente, cuando se escucha. La escucha es como la lluvia que riega las plantas, porque al escuchar cosas lindas, cosas de Dios, eso nos va purificando el corazón para poder verlo nítidamente y, una vez que lo vemos, empezamos a amarlo con todo el corazón, con toda el alma, el espíritu y las fuerzas. En cambio, cuando las cosas pretenden ser al revés, o sea, obligarse a amar a un Dios que no se escucha y no se sabe bien quién es, es tan imposible como estar ciego o sordo y querer enamorarse a distancia de alguien que ni siquiera se ve ni se escucha.
Empecemos por el principio y el camino será más lindo y posible. Probemos hoy escuchar y que el escuchar nos abra el corazón para amar, a Dios y a los demás, como Jesús lo pretende, porque en realidad escuchar es ya empezar a amar, y cuanto más amemos, más escucharemos.

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p. Rodrigo Aguilar
Sábado 29 de marzo + III Sábado de cuaresma + Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Lucas 18, 9-14

Refiriéndose a algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás, dijo también esta parábola:
«Dos hombres subieron al Templo para orar; uno era fariseo y el otro, publicano. El fariseo, de pie, oraba así: "Dios mío, te doy gracias porque no soy como los demás hombres, que son ladrones, injustos y adúlteros; ni tampoco como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago la décima parte de todas mis entradas."
En cambio, el publicano, manteniéndose a distancia, no se animaba siquiera a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: "¡Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador!"
Les aseguro que este último volvió a su casa justificado, pero no el primero. Porque todo el que se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado.»

Palabra del Señor.
Comentario a Lucas 18, 9-14:

Creo que podemos aprovechar este sábado, terminando esta semana, para pedirle a la Palabra de Dios que produzca lo que necesitamos en nosotros y en los demás; porque acordémonos que la Palabra de Dios es como la lluvia que no vuelve al cielo sin haber hecho germinar la semilla, sin haberla hecho crecer, sin haber fecundado la tierra, la tierra de nuestra vida, la tierra de nuestro corazón, de nuestras actividades y proyectos, de todo lo que somos. Y bueno, depende de nosotros también que esa lluvia produzca su efecto, y una de las cosas que podemos hacer es pedirle al Padre, pedirle que produzca lo que necesitamos de lo que escuchamos esta semana, aquel Evangelio que más nos tocó el corazón, que más nos representó, que más nos mostró de algún modo lo que estamos viviendo.
Y de la parábola de Algo del Evangelio de hoy creo que lo primero que podemos decir o lo que se me ocurre hoy decir es: ¿No será que a veces interpretamos demasiado literal algunas cosas del Evangelio y nos olvidamos de lo esencial, de lo más profundo? Lo digo porque a veces pasa mucho en nuestras Iglesias que cuando hay celebraciones de poca gente –celebraciones semanales, por ejemplo–, también en las dominicales, la gente se va siempre al fondo, se va a los asientos del fondo, a grandes distancias, como si a veces pensáramos que dependiendo del lugar que ocupemos estamos más o menos cerca de Dios, o lo merecemos más o menos, o que es un signo de humildad o no. Y hoy justamente el Señor nos quiere mostrar que no se trata de eso.
Obviamente la actitud del publicano que está lejos, es la actitud del que se siente pecador, del que se siente necesitado de Dios y, al mismo tiempo, avergonzado; y la actitud del fariseo que está de pie, es todo lo contrario, porque él se siente justo, se siente mejor que los demás y da gracias porque «no es como los demás». Pero entonces no es una cuestión de lugar, de estar parado, sentado, de estar sentado más cerca o menos, o en el asiento de adelante o en el de atrás, porque puedo estar en el primer asiento sintiéndome un gran pecador y por tanto necesitado de Dios que es lo que me hace ir hasta ahí; puedo ser sacerdote y estar en el altar, muy cerca de Dios aparentemente, pero mi corazón puede estar lejos de él, porque soy soberbio y pienso que soy más que los demás, entonces, en definitiva, no importa tanto el lugar.
Vamos a lo esencial del Evangelio: Jesús se refiere a aquellos que se tenían por justos y despreciaban a los demás; y de eso es de lo que debemos tener cuidado, reflexionar si nosotros a veces de alguna forma en nuestra manera de pensar, de sentir, de actuar o de mirar a los demás, no nos creemos un poco más justos y despreciamos a los otros. En el fondo es esa actitud la que nos aleja de Dios, cuando me siento capaz de juzgar y pensar que soy diferente, incluso agradecer que soy diferente y llegar a decir: «Gracias, Señor, porque me libraste de esto o de lo otro», y miro a los demás de reojo. Cuando caemos en esa actitud de soberbia, es cuando más lejos estamos del Padre y no nos iremos «justificados» en nuestra oración.
La oración que brota del fondo de nuestro corazón no es creernos diferentes a los demás, sino más bien pedirle al Señor que nos ayude a reconocernos como realmente somos y no temer mostrarnos ante Dios como realmente somos. Me contó alguna vez un sacerdote que después de una misa, en el atrio de la Iglesia mientras saludaba a los que salían, escuchó a un grupo de señoras que hablaban entre ellas y decían algo así: «Y al final en el cielo vamos a estar los mismos de siempre», como una actitud de mucha soberbia, de la cual seguramente no se daban cuenta, estas señoras que estaban hablando incluso después de salir de misa.
¿No será que a veces nosotros nos creemos como una élite dentro de la Iglesia o del mundo? ¿No será que muchas veces tenemos mucha soberbia en el corazón? Nos creemos como la élite de los que estamos más cerca, y «menos mal que somos nosotros, menos mal que Dios nos eligió a nosotros».
Hay que tener mucho cuidado de no caer en este orgullo tan sutil que se mete en el corazón de los «más creyentes» incluso, de los que aparentemente estamos más cerca de Dios, estamos «de pie» al lado de Dios. Mejor es salir justificado de la oración, porque el que se humilla será ensalzado; el que se reconoce como es –a eso se refirió Jesús–, ese es el que se humilla. Humillarse, entonces, es reconocerse con la verdad. «La humildad es la verdad», decía santa Teresa, y por eso aquel que se pone frente a Dios sin miedo a mostrarse como es y por esa pequeñez que reconoce en él pide perdón y se arrodilla, también como una actitud interior, es el que realmente saldrá de la presencia de Dios como él quiere que salgamos y no como nosotros creemos que tenemos que salir.
Pidámosle esta gracia en este fin de semana, aprovechemos para pedirle a la Palabra que produzca este fruto en nosotros: frutos de humildad, que es lo que realmente nos ayuda a vivir como el Señor quiere.

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p. Rodrigo Aguilar
Domingo 30 de marzo + IV Domingo de cuaresma(C) + Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Lucas 15, 1-3. 11-32

Todos los publicanos y pecadores se acercaban a Jesús para escucharlo. Los fariseos y los escribas murmuraban, diciendo: «Este hombre recibe a los pecadores y come con ellos.» Jesús les dijo entonces esta parábola: «Un hombre tenía dos hijos. El menor de ellos dijo a su padre: "Padre, dame la parte de herencia que me corresponde." Y el padre les repartió sus bienes. Pocos días después, el hijo menor recogió todo lo que tenía y se fue a un país lejano, donde malgastó sus bienes en una vida licenciosa. Ya había gastado todo, cuando sobrevino mucha miseria en aquel país, y comenzó a sufrir privaciones. Entonces se puso al servicio de uno de los habitantes de esa región, que lo envió a su campo para cuidar cerdos. El hubiera deseado calmar su hambre con las bellotas que comían los cerdos, pero nadie se las daba. Entonces recapacitó y dijo: "¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia, y yo estoy aquí muriéndome de hambre!" Ahora mismo iré a la casa de mi padre y le diré: "Padre, pequé contra el Cielo y contra ti; ya no merezco ser llamado hijo tuyo, trátame como a uno de tus jornaleros." Entonces partió y volvió a la casa de su padre. Cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió profundamente, corrió a su encuentro, lo abrazó y lo besó. El joven le dijo: "Padre, pequé contra el Cielo y contra ti; no merezco ser llamado hijo tuyo." Pero el padre dijo a sus servidores: "Traigan enseguida la mejor ropa y vístanlo, pónganle un anillo en el dedo y sandalias en los pies. Traigan el ternero engordado y mátenlo. Comamos y festejemos, porque mi hijo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y fue encontrado." Y comenzó la fiesta.
El hijo mayor estaba en el campo. Al volver, ya cerca de la casa, oyó la música y los coros que acompañaban la danza. Y llamando a uno de los sirvientes, le preguntó qué significaba eso. Él le respondió: "Tu hermano ha regresado, y tu padre hizo matar el ternero engordado, porque lo ha recobrado sano y salvo." Él se enojó y no quiso entrar. Su padre salió para rogarle que entrara, pero él le respondió: "Hace tantos años que te sirvo sin haber desobedecido jamás ni una sola de tus órdenes, y nunca me diste un cabrito para hacer una fiesta con mis amigos. ¡Y ahora que ese hijo tuyo ha vuelto, después de haber gastado tus bienes con mujeres, haces matar para él el ternero engordado!" Pero el padre le dijo: "Hijo mío, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo. Es justo que haya fiesta y alegría, porque tu hermano estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado."»

Palabra del Señor
Comentario a Lucas 15, 1-3. 11-32:

En este domingo contemplamos una de las parábolas más maravillosas del Evangelio. Un padre y dos hijos. Un padre que perdona al hijo menor que vuelve después de haber tocado fondo y que, al mismo tiempo, quiere hacer sentir al mayor que es hijo, desde mucho tiempo, aunque él no se daba cuenta. Esta parábola es la historia de Dios Padre con los hombres, es la historia de los hombres con Dios, de los hijos para con Dios, que es Padre, un regalo que no terminamos de disfrutar, porque no nos damos cuenta. Somos hijos, pero vamos, venimos y no terminamos de reconocernos hermanos entre nosotros. Porque, en definitiva, el problema de fondo es este: quien no reconoce a Dios como Padre y Padre de todos, no de algunos, jamás puede disfrutar de tener hermanos, y lo que es peor, jamás puede disfrutar de la fiesta y de la alegría de los otros, esa que Dios nos regala a todos, sin distinción, especialmente cuando un hombre perdido es recuperado.
Jesús cuenta esta parábola a los fariseos que se la pasaban murmurando porque él comía con los pecadores. Cuenta esta parábola a todos, a vos y a mí, a todos los que no pueden comprender el corazón de un Dios que es Padre siempre y, además, es misericordioso. Esta parábola es el corazón del Evangelio, en definitiva.
Algo del Evangelio de hoy es el corazón de toda la Palabra de Dios. Es una manera de decirnos: «Miren… yo vine a comer con los pecadores, vine hacerlos sentir hijos a pesar de todo, vine a sentarme con ellos, aunque se hayan alejado, aunque hayan estado hundidos en el barro, aunque hayan querido comer comida de cerdos, aunque se hayan gastado todos los bienes de Dios en lo más bajo, aunque hayan cometido el peor de los pecados… Yo vine a comer con ustedes, vine a levantarnos, a agarrarlos de la mano diciéndoles vengan, salgan de ahí». Pero también vine a ayudar a los que dicen y creen «portarse siempre bien», a los que cumplen y no se equivocan tanto, a los que están siempre, pero no saben disfrutar de lo lindo que es ser hijo de Dios y, además, el tener tantos hermanos, a los que se enojan por la bondad de Dios, a los que no comprenden que sea tan bueno, a los que no quieren participar de la fiesta del padre que le organiza a su hijo por haber vuelto, por haber estado perdido y volver a la vida.
Ni vos ni yo estamos fuera de esta parábola, esa es la clave. No estamos fuera, somos uno de los dos, o tenemos partes de los dos, en alguna época fuimos uno y después otro. Pero en definitiva tenemos que decir que el protagonista principal es el Padre, el dueño de la historia de la humanidad, de la historia de nuestra vida. Si sos el menor, volvé, volvé que el Padre te espera con los brazos abiertos, no importa lo que hayas hecho, volvé, levantate, salí del barro, dejá el pecado, pensá que él te está esperando, pedile perdón, no te va a pedir explicaciones, dejá abrazarte por Dios Padre que quiere organizarte una fiesta, no te preocupes por tu hermano más grande que todavía no sabe disfrutar, no comprende, algún día se le va a pasar el enojo.
Si sos el mayor, si te comportás como el hermano mayor, reconoce que ese que vuelve, ese que parece ser el peor, también es tu hermano, vos también podés caer, por eso tenés que disfrutar de un hermano vuelva. Aceptá la fiesta, aceptá que tu Padre tiene derecho a ser bueno con los hijos perdidos y date cuenta que, en realidad, en el fondo, no supiste disfrutar de todo lo que Dios te dio durante toda tu vida, por eso te quejás, porque no te das cuenta que en realidad lo tenías todo. Aceptá entrar a la fiesta, tu Padre te invitá, entrá; es lo mejor que podemos hacer. Todos tenemos que disfrutar de la fiesta de ser hijos de un mismo Padre y de ser hermanos entre nosotros. Eso va a ser el cielo, en definitiva, pero el cielo hay que empezar a disfrutarlo aquí en la tierra.

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p. Rodrigo Aguilar
Lunes 31 de marzo + IV Lunes de cuaresma + Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Juan 4, 43-54

Jesús partió hacia Galilea. Él mismo había declarado que un profeta no goza de prestigio en su propio pueblo. Pero cuando llegó, los galileos lo recibieron bien, porque habían visto todo lo que había hecho en Jerusalén durante la Pascua; ellos también, en efecto, habían ido a la fiesta.
Y fue otra vez a Caná de Galilea, donde había convertido el agua en vino. Había allí un funcionario real, que tenía su hijo enfermo en Cafarnaún. Cuando supo que Jesús había llegado de Judea y se encontraba en Galilea, fue a verlo y le suplicó que bajara a curar a su hijo moribundo.
Jesús le dijo: «Si no ven signos y prodigios, ustedes no creen.»
El funcionario le respondió: «Señor, baja antes que mi hijo se muera.»
«Vuelve a tu casa, tu hijo vive», le dijo Jesús.
El hombre creyó en la palabra que Jesús le había dicho y se puso en camino. Mientras descendía, le salieron al encuentro sus servidores y le anunciaron que su hijo vivía. Él les preguntó a qué hora se había sentido mejor. «Ayer, a la una de la tarde, se le fue la fiebre», le respondieron.
El padre recordó que era la misma hora en que Jesús le había dicho: «Tu hijo vive.» Y entonces creyó él y toda su familia.
Este fue el segundo signo que hizo Jesús cuando volvió de Judea a Galilea.

Palabra del Señor.
Comentario a Juan 4, 43-54:

Nuestro Padre del Cielo quiere que comprendamos de una vez por todas que él es misericordioso y quiere que seamos sus hijos y vivamos como hermanos. Ese es el gran mensaje del Evangelio de ayer, domingo, por eso buen día, buen lunes. A levantarse, a poner cara de alegría, sabiendo que Jesús nos habla una vez más a través de su Palabra y quiere que nuestros corazones sean cada vez más parecidos al suyo. Y por eso en la parábola de ayer, esa parábola tan conocidos por todos, pero que a veces corre el peligro de ser ya casi ni interpretada, es de algún modo la imagen del corazón de un padre que quiere enseñarnos a vivir como hermanos y por eso no vale la pena estar mirando de reojo si Dios es más bueno con unos o con otros, porque en realidad es bueno con todos; tanto el hijo mayor como el menor no se habían dado cuenta. Pero vamos a Algo del Evangelio de hoy.
Si supiéramos todos los milagros que se dan día a día, en cada instante, en aquellos en los que creen en las palabras de Jesús, este hombre, podríamos decir que pudo comprobarlo por sí mismo a la misma hora en la que Jesús le dijo: «Tu hijo vive, se le fue la fiebre». Si nosotros nos pudiéramos dar cuenta que en realidad cada hora Jesús realiza un milagro, ¡cuánto cambiaria nuestra vida! Este hombre fue a pedirle que baje con él, o sea, le pidió en realidad que lo acompañe muchos kilómetros hasta su casa, sin embargo, Jesús lo invitó a confiar en su palabra, lo invitó a creer y después a ir a ver, lo contrario de lo que nosotros muchas veces necesitamos, primero ver para creer.
Imaginemos que tuviéramos el don de poder reconocer todos los signos que Jesús da continuamente a aquellos que confían en él. Son infinitos, son incontables. Seríamos mucho más felices, creeríamos nosotros y toda nuestra familia. Por eso, hoy podríamos decir que Jesús sigue invitando a muchos a creer, a confiar, a no buscar más signos que su propia palabra. Porque el mayor milagro que él puede lograr en nuestra vidas, además de curar enfermedades, cosa que pasa tantas veces, es la de creer, es la de tener fe. Creer y confiar es un milagro en un mundo lleno de miedos y dudas. Creer y confiar en que la Palabra de Dios es verdad siempre, es un milagro en nuestros corazones, que muchas veces todo lo calcula, todo lo mide y de todo se quiere asegurar. En cambio, el que cree se anima a no calcular tanto, a no medir todo y a no asegurarse todo, como el hombre del Evangelio de hoy. Va en busca de Jesús, fue con un fin, con una intención, sin embargo, se vuelve solo con unas palabras y un corazón lleno de confianza. «Creyó y se puso en camino», dice el Evangelio. El creer verdaderamente nos pone en un camino distinto. Creer es moverse, no es cruzarse de brazos. El que cree empieza a moverse en la dirección que Jesús le señaló. «Volvé a tu casa», le dijo. Por eso más allá de lo que le pidamos a Jesús día a día, más allá del deseo que tengamos en nuestros corazones, de que cure a cierta persona, a un amigo, a un pariente, más allá de que lo busquemos a Jesús para algo en especial, también es bueno que aprendamos a escucharlo, que aprendamos a escuchar lo que él nos dice: «Volvé a tu casa, tu hijo vive». Volvé a lo tuyo, ponete en camino, cree, confiá. La vida es caminar, la fe es un camino y solo caminando se empieza a ver mejor, solo empezando a confiar, solo empezando a perder tantos miedos, tantos porqués, tantas dudas se empieza a descubrir que las palabras de Jesús se van cumpliendo. ¿Creemos es esto? ¿Creemos que en realidad tener fe no es magia? Creer es buscar a Jesús, buscar algo de él, pero aprender a recibir lo que él quiere darnos y, al mismo tiempo, animarse a esperar lo que venga, como decimos muchas veces, lo que Dios quiera, pero siempre con él, siempre sabiendo que, si estamos con él, nada estará contra nosotros o, en realidad, nada podrá quitarnos la seguridad de ver signos en cada paso que damos.

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Algo del Evangelio pinned «https://www.youtube.com/watch?v=n4ICJosO4Ng&ab_channel=AlgodelEvangelio»
Martes 1 de abril + IV Martes de cuaresma + Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Juan 5, 1-3a. 5-16

Se celebraba una fiesta de los judíos y Jesús subió a Jerusalén.
Junto a la puerta de las Ovejas, en Jerusalén, hay una piscina llamada en hebreo Betsata, que tiene cinco pórticos. Bajo estos pórticos yacía una multitud de enfermos, ciegos, paralíticos y lisiados, que esperaban la agitación del agua.
Había allí un hombre que estaba enfermo desde hacía treinta y ocho años. Al verlo tendido, y sabiendo que hacía tanto tiempo que estaba así, Jesús le preguntó: « ¿Quieres curarte?»
El respondió: «Señor, no tengo a nadie que me sumerja en la piscina cuando el agua comienza a agitarse; mientras yo voy, otro desciende antes.»
Jesús le dijo: «Levántate, toma tu camilla y camina.»
En seguida el hombre se curó, tomó su camilla y empezó a caminar.
Era un sábado, y los judíos dijeron entonces al que acababa de ser curado: «Es sábado. No te está permitido llevar tu camilla.»
El les respondió: «El que me curó me dijo: "Toma tu camilla y camina."» Ellos le preguntaron: « ¿Quién es ese hombre que te dijo: "Toma tu camilla y camina?"»
Pero el enfermo lo ignoraba, porque Jesús había desaparecido entre la multitud que estaba allí.
Después, Jesús lo encontró en el Templo y le dijo: «Has sido curado; no vuelvas a pecar, de lo contrario te ocurrirán peores cosas todavía.»
El hombre fue a decir a los judíos que era Jesús el que lo había curado. Ellos atacaban a Jesús, porque hacía esas cosas en sábado.

Palabra del Señor.
2025/07/13 15:14:49
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